Las Moiras

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La noche que se conocieron no hicieron el amor. La guerra provocó que su encuentro fuera mecánico, torpe, fugaz. Su correspondencia nunca fue constante, pero siempre fue directa. Años después de ese primer encuentro una carta le descubrió con una férula en la pierna izquierda, en un hospital improvisado. «Voy a casarme». Una mano invisible estrujó su corazón cuando una hora antes del casamiento recibió un clavel diestramente dibujado sobre un pedazo de papel como respuesta. Cinco años se interpusieron. La segunda vez que se vieron fue en la rue de la Soif. La guerra era ahora un mal sueño. El instante se volcó vertiginoso, enfermizo. Ahora me pregunto qué sucedería si ambos se enteraran de que en esos cinco años estuvieron a punto de reencontrarse al menos siete veces. Para que tengan una idea de lo absurdo de la situación, les diré que en una de ellas lo único que lo impidió fue el molesto vuelo de una mosca, pues provocó que ella escondiera el rostro medio segundo antes de quedar paralizada frente a él. Qué le va uno a hacer: así de caprichoso e insignificante puede ser el destino a veces. Esa vez se las arreglaron para coincidir en una fría y azulada habitación. Luego hicieron el amor hasta conseguir el dulce sopor que persigue a la satisfacción y al cansancio. Tras la última embestida, ambos supieron —o lo intuyeron al menos— que sus caminos estaban inextricablemente entrelazados. Sin embargo, lejos de abandonarse al naufragio que les revolcaba el corazón, ambos prefirieron navegar como dos desconocidos. Tal vez fue el miedo. Lo cierto es que no se trató de un acuerdo; fue más bien un saber ipso facto. Y pese a todo, desde entonces las hebras de la casualidad siempre volvieron a anudarlos. Y cada vez con mayor fuerza. Ya fuera en elegantes entierros o en bares malolientes, tarde o temprano ambos coincidían para luego terminar compenetrados en alguna habitación de mala muerte. La última vez él se preguntó si acaso su destino siempre le tejería en esta y en cualquier otra vida un telar hacia sus brazos. La pregunta se disipó en su memoria. Vaya que a esa edad decir ese tipo de cursilerías de pronto parece una reverenda estupidez. Años después fue enterrado del otro lado del Atlántico, en el Panteón de la Soledad. Los huesos de ella serían depositados un año más tarde en un sobrio panteón francés. Quién diría que desde entonces ambos seguirían entrecruzándose en cada respiración, o en el eterno abrazo entre el día y la noche.

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