México: el camino de un destino incierto

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Antes de salir de casa tomo las llaves, mis lentes y el cubrebocas. A lo lejos escucho a Papá haciendo el mismo comentario cuando el caso de otra mujer desaparecida resuena en el país: “No minimizo la lucha feminista, pero tanto hombres como mujeres mueren y nadie habla de los primeros”. No quiero escuchar más, así que me coloco los audífonos. La música es lo suficientemente alta para no escuchar mis pensamientos y lo suficientemente baja para mantenerme alerta. 

 

Recorro el mismo camino de siempre hacia el trabajo. Soy pequeña y delgada. La mayoría de los hombres podría tomarme con facilidad si así lo quisieran y aunque nunca lo han hecho sí que toman algo de nosotras: la tranquilidad y certeza de que llegaremos a nuestro destino.

 

Camino tan rápido como mis cortas piernas lo permiten. Una bicicleta pasa a mi lado. El conductor voltea hacia mí pero la mitad de su cara está cubierta por el cubrebocas. Siento una falsa tranquilidad desde que la mayor parte de los hombres lo usan. No veo la cínica sonrisa cuando imaginan nuestros cuerpos en sus manos, no veo sus labios relamerse como si fuéramos un platillo y tampoco veo sus labios fruncidos lanzándome un beso que no pedí. 

 

Cerca de la parada me cruzo de frente con un sujeto y alcanzo a ver cómo alza las cejas.  Después de unos cuantos pasos, cada vez más cerca, siento sus ojos posarse sobre mí. Me armo de valor y le regreso la mirada. Entre susurros, escucho “mamacita”. Bendito cubrebocas: no veo sus labios moverse para formar la palabra que me lanza. Si cierro los ojos por un instante puedo pretender que aquel “mamacita” en realidad venía de un hijo que abraza a su mamá con cariño y le dice al oído “te extrañaba mamacita”.

 

Al bajar del transporte, me encuentro una casa en construcción. Mientras espero para cruzar la calle, veo a un hombre a mi lado con el cubrebocas en la barbilla, pero él no se inmuta por mi presencia. Yo no represento una distracción para su labor y esta vez él no representa una amenaza en mi trayecto. 

 

Continúo esperando para poder atravesar la calle. Suena el claxon de un viejo coche y un silbido me alcanza. Una vez más: bendito cubrebocas. Cierro los ojos otro instante y pretendo que aquel silbido no es más que el canto de un ave traído hacia mis oídos por el viento. Este es mi camino pero sobre todo es el camino diario de las mujeres: sin vacilar, alertas y a la expectativa de que nuestro destino esté sujeto a las intenciones de otras personas. 

 

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