Tiempos de sol

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A quien, sin importar las circunstancias, ha sabido coincidir. 

Son las 5 de la tarde, el sol amielado baña de ámbar las cornisas y las esquinas anónimas que ahora están más quietas. Por las grietas de concreto se asoman las lagartijas con un cronometrado movimiento, reciben el calor como quien recibe el tiempo, sin juzgarlo,  menos aún resistirlo.

El astro embiste mi caparazón, y yo extiendo mis alas recibiendo a la refracción. Del encuentro emanan destellos bermeja, verdes, turquesas y tornasoles, sirvo como sirven los espejos: quizá la luz perciba su piedad en el reflejo de mi armadura. 

Mi lealtad le corresponde al cielo que gentilmente me sopla, mi sombra se proyecta gigante en la tierra caliente, la tierra que es mi misión resguardar con mis rituales nocturnos auspiciados por la luna. Soy sacerdote del barro, de donde nacen el hombre y la mujer ancestral.

Volar y enterrar, cavar y flotar, en un ciclo infinito de cielos hexagonales y geografías subterráneas, en mi tarde sin tiempo, que bien puede ser la primera o la última. Soy consciente de otro ciclo que no es el mío; junto a mí vuela una hermosa jacaranda que nació del árbol más alto, sus movimientos obedecen otra física, una que no está dictada por la terrenalidad.

No es dable suponer si sube o si está bajando, los adjetivos circunstanciales le restarían importancia a su propósito, que es el de existir, sin ser consciente de los efectos colaterales que produce en el universo, como ser la tenue cuna de la bondad y el amor. 

El mundo ahora es más hermoso que hace un instante. La caída eterna de la flor ha variado abrumadoramente el presente. El acontecimiento decisivo donde existí en el mismo espacio que aquella flor desprendida fue sordo y basto, colmó por completo los huequitos de la inconsistente sucesión de casualidades que nombran otros como realidad. 

Aquella fugacidad plantea la existencia de un camino bifurcado, uno donde un escarabajo se pregunta si puede amar, y la respuesta es que sí, no hay un lugar más seguro para resguardar lo fugitivo que bajo el armazón de rectas líneas donde la luz se proyecta imposible. 

El corazón más cálido, no es el de quien posee, sino el de quien está dispuesto a proteger en su cariz efímero lo que no se puede retener.

La flor corona el suelo, el mismo que yo venero, lo absoluto y la nada, un recordatorio humilde de que lo infinito se compone de otros minúsculos infinitos, de gigantescos detalles. 

Y no soy más que este instante puro, soy el acto de escribir, de ser escarabajo.

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