El invitado del Dr. Blurr

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Cautivo en la alacena del Dr. Blurr, sentenciado a la eterna soledad y al monótono paisaje de la información nutrimental de una caja de avena. No hay día que transcurra sin que se arrepienta de haber dejado ir el autobús para volver al laboratorio y buscar el libro que había olvidado.

Al interior de la mortecina estancia, detrás de una pila de matraces y gases neón, se halló con un desmejorado Dr. Blurr, quien fuese mentor suyo. La repentina desaparición de la Dra. Alarcón —sabida amante de Blurr y esposa del rival intelectual de éste en el área de la física cuánticahabía transformado al científico en un ser repugnante de piel grisácea, larga melena mohosa y de ojos hundidos en purpúreas cuencas; de su otrora impecable aspecto solamente quedaban las elegantes ornamentas que hacía traer desde su país natal.

Tras recoger su libro dirigió unas palabras al Dr. Blurr y le invitó a un bar cercano. Él también sufría por amor y consideró que sería buena idea compartir una copa con alguien de equiparable tormento.

Blurr nunca destacó por ser un buen bebedor. Bastaron tres whiskeys para que, en la ebriedad, abandonará su faz calculadora y pulcra por una de vanidad desatada (síntoma peligroso en alguien de erudición malévola).

—Hemos de darnos la bajona en mi casa. Si vienes te mostraré mi experimento más excelso —dijo Blurr persuasivamente, sabiendo que podía despertar la intriga científica de su acompañante.

Juntos y en total silencio, caminaron hasta encontrarse con el portón antiguo que adorna la fachada del prestigioso académico. Entraron y, luego de compartir unas copas de vino, el Dr. Blurr le guió hasta su lúgubre sótano.

Ahí le mostró una maqueta de proporciones perfectas y soberbios detalles que representaba a escala el centro de Coyoacán y algunas calles cercanas. La réplica contaba con energía eléctrica para emular la belleza nocturna del lugar.

El invitado quedó maravillado hasta que unos susurros a su costado interrumpieron sus pensamientos:

—Es mi ciudad secreta. También es su prisión; la construí así porque es su parte favorita de la ciudad.

Él no comprendió la última frase hasta que en la maqueta vio a una diminuta Dra. Alarcón saltando y gritando con voz muda al lado de la fuente de los lobos, pidiendo lo que parecía ser auxilio.

Aterrorizado, subió las escaleras y corrió en dirección a la salida.

Pensaba en ir a la comisaría y relatar aquel hórrido crimen, pero, cuando estaba a punto de posar su mano en el picaporte, el mundo a su alrededor se agigantó.

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