La bruja de los convidados

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Un rugido sórdido se apoderó de la cocina y con su retumbar dispersó los olores sobrevolados del amaranto tostado.

A través de un espejo hexagonal apoyado en los azulejos, justo a la altura de su nuca, Elisa alcanzó a ver algunas líneas verticales sobre un resplandeciente pelaje anaranjado, y luego, la ominosa cara felina.

Las fauces estaban abiertas y el aroma fétido proveniente de la carne incrustada en los dientes había disipado y reemplazado cualquier rastro olfativo que identificara a ese cuarto de talaveras, vitrinas y electrodomésticos como una cocina.

Elisa miró el reloj. ¡Eran las dos con quince!

Había perdido la noción del tiempo mientras experimentaba, grimorio en mano, con la miel y los granos al fuego verde.

Los humos del tostado y las telarañas de azúcar confeccionadas desde las uñas transportaron su conciencia hasta los remotos días otoñales de su adolescencia, cuando se le solicitaba, por el mérito de ser la estrella del lugar, para los espectáculos dirigidos a los convidados de la fiesta matronal. Y, dado que ella era la única brujita de la localidad, podía vanagloriarse, a gusto e irresponsablemente, en todas las festividades ante los ojos de turistas citadinos —positivistas de formación; impresionables por contradicción—.

Tanta remembranza la atrapó en los ensueños de la vanidad pretérita, olvidando en el proceso darle a Clarita, su hija, las tres cucharadas obligadas del brebaje que mantenía en letargo su funesta faz de fiera.

—Mamá, tengo que decirte algo… —dijo Clarita, con una distorsión felina asomándosele en la voz.

—Ya lo sé, Clara. ¡Ya lo sé! contestó Elisa mientras, asustada y lamentando su descuido, sacaba de la alacena el matraz burbujeante que contenía el remedio.

No perdió el tiempo midiendo las cucharadas; en lugar de ello se hincó al lado de su hija y le empinó la boquilla hasta que el recipiente quedó vacío.

Pero no funcionó.

Clarita se llevó las patas a la cara y soltó las lágrimas que había estado conteniendo.

—No llores, querida —trató de tranquilizarla su madre—. Veremos la forma de solucionarlo. ¿Acaso olvidas quién soy yo? Soy la famosa bruja de los convidados. Soy poderosa, soy magnifica y lo puedo todo.

«Sécate la cara, pequeña mía, y confía en mamá».

—No lo estás entendiendo, má —comenzó a explicar Clarita—, lloro porque esta noche me iré y de mí no sabrás más nada.

«Si he interrumpido tus labores no es para que me cures o que lamentes mi condición. Entré a tu cocina solo para decirte que no busques a Pablito. Me lo he comido».

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