La profecía autocumplida

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I

Le pareció irónico que, ya muerta y llamándose Alicia, su condición fantasmal estuviese ligada a los espejos de la que fuera su casa, a través de los cuales observaba la vida de su hijo.

Lo veía sobre todo en el cuarto de baño, pero también desde lo alto del comedor.

En él notó el ancestral lunar de la mejilla —hasta entonces destinado a los cuerpos femeninos de su estirpe—. Vio también su propio cabello, las largas pestañas y los mismos labios heridos, y se sintió aliviada de que el cuerpo de su hijo no recuperase las formas perversas de su progenitor. 

Sin embargo, la felicidad surgida de la similitud no tardó en desvanecerse. Los tormentos de Alicia —percibidos como merecida sentencia— se desataron cuando los espejos  comenzaron a reflejar no sólo un cuerpo idéntico al suyo, sino también la sintomatología que la llevó a la tumba.

A través de los espejos fue espectadora de sus mismas uñas mordidas; las manchas purpúreas debajo de los ojos; las comisuras amoratadas; los ojos sin luz y las líneas rojizas, algunas ya cicatrizadas, de los brazos.

Alicia externó el dolor de observarse a sí misma en el cuerpo de su hijo por medio de psicofonías. Cada madrugada pataleaba flotante, y entre lágrimas lamentaba el pecado nato de la mente dañada y su somatización hereditaria.

 

II

Alicia adolecía.

Los reflejos le mostraban que su hijo estaba próximo a compartir su destino.

Por eso, cuando no hubo nadie en casa, y anhelando la posibilidad de establecer contacto, Alicia experimentó con su condición fantasmal hasta que fue capaz de sacar la mitad del cuerpo a través de los espejos.

Y esa misma noche, mientras su hijo sangraba en el lavamanos, salió por el espejo y con la carne podrida de sus manos toco el rostro de su reflejo solo para decirle, a modo de advertencia, que eran iguales.

El chico, por no haber conocido nunca a su madre, no pudo más que reconocerse a sí mismo. Y se quedó helado al ver que la figura frente a él estaba ornada con el mismo vestido negro que le gustaba lucir casi a diario desde que lo halló en un cajón.

Somos iguales, le repetía la voz del espejo.

 

III

Tras el horripilante encuentro Alicia se arrepintió por la torpeza y la ambigüedad de su mensaje. Los nervios la hicieron precipitarse y no hallar las palabras exactas; había señalado un hecho, mas no proferido una advertencia. La próxima vez lo haré bien, se dijo.

Pero ya no tuvo la oportunidad.

Su hijo interpretó todo como una inevitable proyección del porvenir y se decidió a teñir de rojo su habitación.

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