El otro en la fotografía

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Me quedé observando las manos de mi madre mientras elevaba la taza hacía su boca. Su piel ya no es tan tersa como la recordaba y las manchitas solares son o más grandes o más cuantiosas.

Sentí por primera vez en mi vida el peso del tiempo, y tuve miedo de seguir desperdiciándolo.

Decidí dejar de ser tan lejano, al menos con ella, abrirme a sus costumbres y a cualquier capricho que se le ocurriera. Estaba en disposición de hacerlo todo –como fusionar los rituales, los suyos con los míos, que por tanto tiempo habían estado dispersos–. De pronto ya no me bastaba con sólo compartir el café por las noches.

Comenzamos armando rompecabezas y luego nos hicimos adictos a los dramas coreanos. Nos reíamos a carcajadas, nos enamorábamos de los clichés y discutíamos a profundidad cuál de los protagonistas era el más guapo.

Miramos en la pantalla a muchas familias felices e idílicas, lo que despertó la inquietud de indagar sobre la mía –a la que, por cuestiones geográficas y las exigencias de mi trabajo, no frecuentaba–. Le pregunté a mi madre sobre mis tías y ella consideró necesario responderme desempolvando fotografías arrumbadas. Me fue pasando cada una de ellas hasta que llegamos a una que, en palabras suyas, es muy especial. La tomó con cuidado, como si fuera una oblea a punto de quebrarse, y señalándola me dijo que ese era yo. Pero no pude creerlo. Me era imposible reconocerme en esa supuesta presencia pretérita encerrada en papel.

El cuerpo que vi retratado, a grandes rasgos, se parecía al mío: el cabello desalineado y un poco largo, en el que la luz del sol se reflejaba por la crema para peinar que, en efecto, uso para peinarme; la sonrisa con los dientes frontales un poco chuecos y los cuatro lunares sobre la mejilla. Todo eso me pertenecía, sí.

Lo extraño estaba en esas horrendas manos, aquellas que no podía apropiar ni reconocer. Eran grotescas, con dedos pálidos y huesudos, casi transparentes, anormalmente largos y con garras hollinadas en lugar de uñas. Eran monstruosas y sujetaban a mi madre por el cuello, ocultando sus intenciones con una aparente caricia amorosa.

Tuve temor de aquel otro al que observaba mientras mi madre aseguraba que era yo. Mis huesos se sacudieron pavorosamente dentro de mi piel cuando pensé en que quizá todo era un anunciamiento mortal: la fotografía como algo que ese otro dejó no sólo para hacerme saber que en ocasiones me suplanta, sino que podía asfixiar con sus ominosas manos a quien quisiera, comenzando por mi abandonada madre.

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