Vaquita va a la universidad

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Parecía ser uno de esos días en los que todo sale bien y lo improbable acontece…

Había logrado matricularse en la Facultad de Ciencias a pesar de su extraña condición y ya se saboreaba las oportunidades experimentales que aplicaría sobre sí mismo para no dejar en manos de nadie más las explicaciones ni el reconocimiento derivado de ser el primer científico, además latinoamericano, en abordar las metamorfosis bovinas. Y si tenía suerte, pensaba, su caso podría acelerar la reglamentación de la reducción del horario laboral en México.

Antes de plantearse tal sueño él trabajaba de botarga para una famosa marca de lácteos y, a consecuencia de usar la ornamenta de vaquita por más de diez horas diarias (sin contar su hora de comida), la tela se adhirió a su carne. Las costuras se le encarnaron primero en las plantas de los pies y desde ahí lo fueron consumiendo poco a poco hasta llegar a su cabeza. Todo el proceso, aunque incómodo, fue indoloro, o al menos hasta que llegó el turno de la cara. Un par de cuernos se le fueron asomando en la frente y el dolor agudo de la carne abriéndose lo dejó inconsciente.

Cuando despertó se había convertido en una abominable:

/vaquita bípeda/

Lo único rescatable de su nuevo yo fue la permanencia de su memoria y que su morfología había dejado intactas sus cuerdas bucales. Podía hablar, caminar y pensar como una persona. Su alma no era vacuna y eso facilitó su adaptación al mundo.

Además, fue consciente de dos cosas: que tarde o temprano su caso sería objeto de especulación científica, y que no estaba dispuesto a recostarse sobre una cama cromada para que científicos-carniceros le picaran la carne o abrieran su cráneo con un bisturí.

A él también le intrigaba el asunto de su transformación, pero quería resolverlo desde sus propios términos: volviéndose erudito y buscando la forma de revertir todo. Quería tener el control absoluto, sin ceder a los caprichos de la comunidad científica, quienes seguramente lo disecarían y colocarían en un museo europeo. Y sabía bien que el primer paso para conseguirlo era el ingreso a la universidad.

Pero cuán amarga debió ser la sorpresa de vaquita al descubrir que su gran tamaño le dificultaba el traslado. Tenía que abordar el metro en Hidalgo para llegar a Universidad, pero su cuerpo vacuno exigía un convoy mayoritariamente vacío (algo impensable en la CDMX, de cuyo trasporte público es bien conocida su ineficiencia y saturación).

Y como la pobre vaquita tardaba mucho en llegar a la escuela reprobó por faltas.

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