Renacer

pexels-pixabay-159711-scaled-thegem-blog-default

Respirar no necesariamente es sinónimo de vivir, y Carlo lo sabía más que nadie.

Desde pequeño había vivido con libros y música vinculados a su propia naturaleza. Podía recitar de memoria y con una envidiable fluidez los poemas de Emily Dickinson y de Gustavo Adolfo Bécquer; conocía desde la primera línea hasta el punto final las obras de Jane Austen, Edgar Allan Poe y Julio Verne; las partituras de las melodías de Mozart y Beethoven estaban tatuadas en sus cuerdas vocales y fluían cada mañana durante la ducha y cada noche antes de dormir.

Pero fue hasta que los años lo alcanzaron y su existencia se impregnó de una longeva tristeza, cuando comprendió que en realidad todo aquello que leía, recitaba, escuchaba y canturreaba, irónicamente, lo hacían recordar la vida que nunca se atrevió a vivir, los sentimientos que durante años reprimió y lo que perdió sin haberlo ganado.

Los recuerdos, con su fuerza ambivalente que se ciñe sobre la indefensa contextura humana, fueron víctimas de una letal metamorfosis en el corazón y la memoria de Carlo, pues se transformaron en ecos que despertaban ilusiones de su perpetuo letargo, disfrazadas de deseo, arrepentimiento y culpa. ¿Acaso vivía una vida que no era la suya?, ¿o cargaba sobre sus hombros una vida insustancial?

De cualquier manera, él creía en el destino. Sabía que actuaba y ejercía su poder sin importarle si los seres humanos éramos capaces o no de comprenderlo. Por eso, se limitaba a permanecer en el porche de su casa, con una pila de libros añejos y amarillentos sobre la mesa de madera roída que tenía a su lado, con una taza de café sostenida con la mano derecha y sosteniendo un libro con la izquierda, mientras el tiempo pasaba y el destino hacia de las suyas.

En el fondo sabía que su vida pronto sería eclipsada por el sigilo de la muerte. —¿Pero cuál vida? —se cuestionó. —¿Y si ya había muerto hace tiempo? —. Volvía a sentir la culpa desgarrando sus tendones y carcomiendo sus células.

Entonces, una tarde, la tarde que perdió la monotonía, comprendió que ya no quería mirar hacia atrás. Ya no sólo quería imaginar historias ficticias, ahora quería vivir la suya y dejar de seguir partituras, cantaría al son de sus palpitaciones.

Cerró con llave su casa porque sabía que no regresaría pronto, subió a su auto y condujo hacia la juventud, desenterrando secretos y carbonizando culpas.

Había muerto, pero volví —se dijo. Y sabía que era algo que sólo él podía decir y sentir aquella tarde.

560

Dejar un comentario

X