
—¡Fue él quien lo hizo!, ¡fue él quien se los comió a todos! —decía gritando un niño de no más de 6 años…
Esa noche, la familia completa del niño había sido masacrada. Sus cuerpos, o lo que quedaba de ellos, estaban regados por todas partes. Ni siquiera los forenses se atrevían a observar dicha escena, no sabían siquiera qué parte era de quién, porque en sí, no había partes reconocibles.
Parecía que alguien enorme y tremendamente fuerte había irrumpido en esa sencilla casa de los suburbios esa noche. Incluso algunos de los que se encontraban en la escena, llegaron a pensar que no se trataba más que de una bestia, de ser el caso, una de proporciones aberrantes y enormes, algo totalmente antinatural. Cada parte de esa sencilla vivienda de no más de 100 metros cuadrados y dos plantas (la cocina, la sala, el baño, hasta las recámaras de los hermanos del pequeño), estaba tapizada de restos de carne, sangre y cabellos. Simplemente no había ningún rastro o muestra de que, lo que sea que haya hecho eso, fuera humano.
Sólo quedaba él, el niño, el más chico de la familia, bañado en sangre, llorando. Tenía marcas de rasguños en la cara y en los brazos.
—Seguramente quien sea, o lo que sea, que entró aquí, lo dejó vivo para que sufriera por el resto de sus días el trauma de ver morir de esa forma a su familia —comentó uno de los forenses viendo al desdichado infante con lástima.
Pero… ¿por qué? ¿Por qué dejar a un pequeño indefenso vivo, si era la presa más fácil de lo que sea que haya estado aquí? ¿Qué sentido tendría? No hay señales de forcejeo en la puerta o las ventanas, parece que todo sale de aquí, de este cuarto, se preguntaba un policía una y otra vez, mientras el niño lloraba desconsolado y se asustaba horriblemente, justo cuando dirigía su mirada a un lugar, hacía un rincón en específico de su recámara.
Parecía que nada podía apaciguar aquel llanto, aquel terror, pero por algún motivo extraño, el niño no dejaba de mirar hacia esa parte en específico de la recámara. Y de nuevo, llorando y gritando, levantó su pequeña mano y señaló a ese rincón del cuarto diciendo: «¡Fue él! ¡Él lo hizo! ¡Él se los comió a todos!».
Entonces el policía, escudriñando aquél viejo armario, encontró lo que causaba el terror del pequeño: un viejo espejo roto, en el cual, en cada fragmento, se miraba con dificultad el reflejo del niño, uno que plasmaba sus manitas en los cristales, tratando de asomarse, como si de una ventana se tratase.