Duendes

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A mi hermana le han estado enredando el cabello. Jura que son los duendes de plástico del mueble del estudio. Pero no le quiero creer. Mi exnovia los dejó ahí, a los tres, y de vez en cuando me miran fijo, pero es un accidente: no se mueven a menos que los mueva yo. Meses atrás, a mí también se me empezó a enredar el pelo, tanto que tuve que tomar las tijeras y cortarme grandes trozos que parecían nidos de ratas. No quise aceptar las manos verdes de plástico tomando una a una las hebras y amarrándolas hasta dejar muñecos pequeños, bestias para anidar la cabeza, difíciles de mover en la mañana. Preferí pensar que no. Que no sucedía eso. Pero que algún día, cuando mirara por el pasillo, algo correría como un animal herido, pequeño, debajo de los muebles. No esperaría risas, no esperaría burlas, sino un zapateo que se atrinchere debajo de la cama. Que me haga esperarlos, con los ojos cerrados, para dejarlos hacer lo suyo, generosos, piadosos. Garantes de un trabajo sencillo, preciso, que me hará temer dormir por siempre.

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