
Algunas plantas son imposibles de matar por más que me esfuerce. Tal vez mi error fue contarles a todos sobre mi jardín, anticipando la primavera. Pero el invierno llegó para quedarse.
Todas las mañanas salgo a trabajar en mi jardín. Más bien a observarlo. Me gusta sentarme junto al arbusto desbordado al que tuve que podar hace meses, pero siempre se me olvida. Sería una pena cortarlo ahora que mide casi tres metros, es el único que se mantiene verde todo el año, a veces me recuerda a mí. Igual me rompe el corazón quitar la mala hierba, ella me tiene lástima y se aferra a seguir creciendo a mi alrededor.
Todos los días el Jardín se ve igual que ayer y el día antes de ayer, y los días antes. No ha cambiado en un año, no lo permito. Cierro los ojos y finjo que el tiempo no ha pasado, hasta que algo me devuelve a la realidad. Hoy es diferente. Primero unas cuantas gotas, segundos después estoy empapada, no puedo ver nada a través del velo de agua que cae a mi alrededor. Pienso que debería proteger las flores que quedan, pero me da igual.
Me invade la esperanza de que el jardín se inunde, que el agua me cubra de pies a cabeza, y me entierre debajo del arbusto, que me disuelva. Tal vez así logre florecer de una vez por todas. Puedo sentirlo todo, pero no siento nada. Tal vez dejé de sentir por completo, puede que el vacío que cargo al fin me haya consumido. No me mueve la desesperación, ni la furia. Es el vacío.
Comienzo a arrancar las raíces. No me cuesta demasiado trabajo. Una tras otra, tomo las flores, las rompo en pedazos y me aseguro de que no vuelvan a crecer. Ojalá pudiera prenderles fuego, la lluvia no cede. Pierdo la noción del tiempo, estoy parada frente a mi arbusto, cubierta de tierra y de sangre. Lo miré y él me devuelve la mirada. Por un momento dudo estar despierta, tal vez nunca lo he estado. Solo puedo pensar en el trance. Mi arbusto tiene espinas y no sé en que momento dejó de llover, mi piel sigue húmeda, es el sudor, es la sangre. Ya no tengo lágrimas.
Sigo trabajando, diligente hasta arrancar toda la piel de mis piernas, después el torso, los brazos, la cara. Me convertí en las cenizas de un fuego que nunca ardió del todo. El arbusto meneó sus hojas decepcionado. Aun así, me recuesto bajo su sombra, el susurro del viento en mi arbusto me arrulla, tengo paz. Supongo que mañana será otro día.