Renacimiento

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A veces es mejor no pensar y darle un respiro a la mente, permitirle caminar entre los setos de la plenitud. Pero uno es egoísta hasta con el propio pensamiento poniéndole una señal de ADVERTENCIA en caso de que quiera rebasar la fina línea entre el hoy y el ayer. Pensamos que, si nos acercamos a ese cóncavo en ruinas, nos hundiremos en él, por eso lo ignoramos y dejamos que la grieta se haga más y más profunda.

Cuando al fin decidimos contratar maquinaria para suturar el desastre, nos encontramos la sorpresa de que se necesita más que una simple excavadora; la rendición ha llegado. En medio del desasosiego, tropezamos y caemos al precipicio. Aquel preludio se convierte en un calabozo que, con cada lágrima, inunda el espacio diáfano que nos acuna.

El oxígeno no basta para emancipar la salida de aire que yace dentro del corazón. Todo está perdido. Todas las personas están en lo alto riendo y celebrando de la vida que se ha escapado de las manos. Silencio. Solo hay eso, silencio. Una ausencia de sonido que desconoce clases sociales, un dolor que le llega a ricos y pobres.

«Ya no hay nada que hacer».

Espetan con inquietud las voces del interior. Uno cree que encontrará la luz eterna cerrando los ojos para siempre. Pero, así como las flores rompen el pavimento y florecen de entre las grietas, se usan las últimas fuerzas en reserva para lanzar un grito de socorro a la nada.

A los pies, la tierra se hace presente con un movimiento telúrico, un terremoto que hace caer una a una las paredes del calabozo. Al abatirse las piedras, los ladrillos y las rejas de la oscuridad se raspa cada centímetro del alma; sin embargo, al final del último eslabón, el alma siempre está en calma.

¿Una fuerza espiritual? ¿La presencia de algo irreal?

Aunque desconozco la respuesta, sé con exactitud que después de acariciar con la yema de los dedos el abismo, uno jamás vuelve a ser el mismo.

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