Rosa de la elocuencia

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Si supieras tan sólo

a qué hueles cuando vuelves

de la calle,

cuando nada tienes ya

para ofrecerme sino

       un duro y áspero sabor

a hojas secas, a guayabas agrias,

mientras tu mano

deja caer una niebla densa

sobre el garrafón de aguardiente

y me hablas cerca del oído

sobre animales que no existen.

Y aunque un dedo índice nos señale,

disparas contra mí

palabras somnolientas

mientras dejas caer tu cabeza

-flemática-

sobre guijarros herrumbrosos.

 

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Yo entiendo que tú eres

la significación universal del mundo,

lo medianamente cultivado,

la exquisitez del mendrugo ajeno,

lo que ha sido extraído de otros tiempos

y la voz ensimismada y frágil

llevada a cabo en la lejanía de otras rosas elocuentes.

Hay días, a veces, cuando te siento callar

y mi garganta es la que habla por ti,

y cuando callo yo

es tu mudez silente la que en mi paladar

llega a traducirse,

sin dejar de ser lo que ha sido antes:

antes de la totalidad del día,

antes de lo que no fue.

 

IV (bis)

Sobre tus hombros flotan mil cristales

de yodo y de aire hecho piedra,

de elocuencia de otras épocas,

de cosas que sólo yo

puedo enunciar,

de algo que únicamente yo

puedo decir.

Como transeúnte, eres sólo humo

de mis palabras dichas.

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