
Hay un temor antiguo,
uno que duele,
arde,
uno que pudre y fermenta,
uno que conservo desde
antes de nacer,
un temor que pertenece a mi abuela,
a mi madre,
a mi hermana,
un temor que sin pedirlo
me fue heredado.
Hay un recuerdo,
el primero,
poseo un recuerdo pintado con sangre materna:
sangre de mamá rodando por las escaleras,
sangre de mamá golpeada por papá,
un recuerdo formado antes de nacer:
mamá huyendo con sus dos hijos,
—amoratada—
subiendo al metro
esperando no ser encontrados;
huyendo, para después volver.
Hay un recuerdo más lejano,
el de papá siendo un niño,
un niño que observa
cómo su padre
amenaza de muerte a su madre
después de violarla,
un niño
que escribe su nombre
en el suelo
con la sangre de su madre
y se promete
no repetir la misma historia.
Un temor que fue aumentando
después de nacer, crecer,
ser un niño afeminado,
y ser afeminado es así
como estar maldito,
como tener lepra,
como ser menos que desecho
y siempre
hay alguien que te lo recuerde,
todos,
en especial
los machitos,
los niños, los hombres, un padre
Dios, “Los”.
También las madres,
abuelas,
maestras de primaria,
un recordatorio sobre el mal,
mórbido,
entonces:
un padre hace sangrar
a su hijo de cinco años
para corregirle lo puto
entonces:
una madre golpea a su hijo
de seis años, porque ahora
ella tiene el poder de corregir,
de no ser la víctima, ser la victimaria
entonces:
el padre le niega un abrazo a su hijo,
finge que no existe
entonces:
una madre patea y escupe a su hijo,
oprimir libera
entonces: el padre se ausenta,
la madre se hace cargo
entonces:
la crueldad surge
para potenciar
la poética del miedo,
el hogar
se prende fuego
convirtiéndose en
incendio
y los niños aprenden
a odiar
y odian lo femenino
y odian lo vulnerable
y odian a otras infancias
porque sus padres
les heredaron
la fórmula para sobrevivir:
Hacer desangrar la otredad.
El recuerdo toma fuerza,
los recuerdos se enraízan en la infancia,
toda la fuerza del yo para aniquilar al yo,
perpetuando un ciclo sin fin
que jerarquiza la fuerza de los cuerpos.
Entonces el recuerdo se transforma
y el niño ahora es padre y está casado
y tiene tres hijos: un drogadicto, una pendeja y un joto.
Y aventó a su esposa por las escaleras
y también está a punto de amenazarla
de muerte.
Entonces:
llega el momento
de sacrificar a alguien
en el recreo,
y a Dios
no hay nada que le agrade más
que recibir de ofrenda a un niño,
un niño puto, PUTO, putito,
y los niños, esos que sí nacieron
varoncitos
subirán al cielo
vanagloriados y aplaudidos
pues han matado al joto,
sus padres han criado
a los hombrecitos del futuro.
Y los niños se convierten en jóvenes.
Comienzan a alzar faldas,
comienzan a ver pornografía,
y despierta un impulso y repulsión
por lo femenino.
He heredado un temor;
el temor a los hombres
el temor a esa materia invisible
esa construcción
opresora
temor a la guerra
temor a ser agredido
temor a la sangre
a la leche
el temor al acoso
el temor a la masculinidad.
La primera vez que un hombre
me agredió tenía tres años,
y aún no podía defenderme
y acepté su violencia
como se acepta el destino:
Asfixiado de resignación.
Fue entrar en un pantano,
perderse en un páramo,
algo así como romperse
en dos sin
consentimiento.
Sobrevivir a hundirse
en el lodo
e intentar salir
ileso
despersonalizado,
pues ahora es otro
el que sale,
es otro el que intenta seguir,
es otro el que saca fuerza
de no sé donde
e intenta
salir
con algo más que el alma rota.
Y sale para incrustarse
de lleno en la maleza,
sangrando leche,
sangrando porque no hay nada
más que hacer,
coagulado,
terriblemente roto,
quebrado
sangrado, libre,
libre de aquel cuerpo,
de ese cuerpo,
jardín lleno de impurezas,
un jardín al que es necesario
prender fuego
préndeme, fuego
satúrame, fuego
invádeme, fuego
lléname, fuego
rézame, fuego
manifiéstame, fuego
¡Préndele fuego!
El fuego como el desangrarse
purifica.
Esa sangre que es leche
es absorbida por la tierra
—autosacrificio—
regenera el núcleo
entonces el cuerpo,
cuerpo/objeto
cuerpo que es objeto,
cuerpo quebrado,
empieza a ser invadido
por la materia natural
naciente,
se adhiere,
se enrosca,
cruza todo el cuerpo,
regenera,
zurce la herida
—el cuerpo permanecerá
toda la vida
partido en dos—
entonces,
se abren los ojos
y un grito gutural,
un sonido antiguo,
místico,
desgarra mi garganta,
la garganta
instrumento de viento,
el universo vuelve a ponerme
dentro del cauce
insignificante que es la vida,
vivir,
sobrevivir
renacer,
porque la sangre me ha vuelto eterno,
desmemoriado.