Ya no me entendía. Solo pude observar que el tiempo me adelantó y no se tentó para esperarme como lo había hecho antes. Sol y agua saben que el jardín al que entré está lleno de hiedra y espinas que buscan cortar mi raíz. Las féminas abusan de la confianza que dejé. Ciega y tonta me sentí.
Como el último momento de un viernes de enero, febrero, marzo o abril. Coincidir y no poder hablar o acercarme para decir que les extrañé como una planta sedienta al agua. Un sol, un poco de agua y una flor.
Quién observa y limita la cantidad de agua que depositas en mí, piensa que la oxigenación en exceso es traición. Porque no ha sido solo tu labor, ha sido de ambos. El resultado de la interacción entre tres.
No es justo, ni siquiera un poco, porque siento que las necesito. Dos presencias. Las quiero por igual pero ese afecto se proyecta diferente. Sé que con el sol no puede existir más que un abrazo sincero y gentil. Uno que te hace sentir la revitalización después de una decepción por falta de control y de valor; ese abrazo es directo, pero a la vez sin tacto. El agua puedo sentirla porque así se estableció: nos sabíamos sin hablarlo. Nos queríamos de una manera que no involucraba interrogatorios innecesarios.
Ahora estoy aquí, en medio del sol y el agua, refugiándome. La calidez y frescura hacen acto de presencia, quizás a la inversa. Ese calor y ese líquido vital que en más de una ocasión me recibieron sin pedir explicaciones. Que cuando me vieron y sintieron se aferraron a mí porque sabían que nos necesitábamos
¿Es lo mismo para los tres? No, por supuesto que no. Tan distintos, pero no distantes. Volví después de varios días fuera, regresé al lugar que me hacía sentir que nada fue en vano y que comenzaba a florecer una nueva parte de mí.
Tú, Sol… me abrazas y cubres con tu calor sin excederte. Es necesario y preciso.
Agua, tú… buscas permiso para llegar a mí, incluso si te excedes al querer dejar un rastro.
