Busco una tarde que nunca dé las siete
para arrancar racimos de risas
de muchachas
y en medio de todo ese alboroto
colgar mi locura de una rama
que dé sombra a mi cabeza
mientras muerdo un señuelo de nubes
con ojos golosos de aventuras
Busco una tarde que nunca dé las siete
para arrancar racimos de risas
de muchachas
y en medio de todo ese alboroto
colgar mi locura de una rama
que dé sombra a mi cabeza
mientras muerdo un señuelo de nubes
con ojos golosos de aventuras
Cada casa guarda un niño
y cada niño esconde claustrofobias
en el túnel de una almohada
guarda náuseas en las ostras de sus puños
Juega encerrado en cinescopios
con la quietud inanimada de otras almas
Éste es mi corazón
queriendo a saltos;
éste, mi hijo,
y éstos sus dos ojos,
donde la noche empieza
y sale el día.
Es el mar
que regresa después de huir mil veces.
Son los días y su paso de langosta
que devora el silencio.
Es el mar y los días:
Son las horas de paso redoblado
y las noches fugaces
con sus lunas que crecen y decrecen.
Es el sol cotidiano y sus fulgores;
el cielo de la noche,
donde asoman sus ojos centenarios
muchas estrellas frías.
Soy yo
con una caja resonante
donde guardo preguntas
En estos días en que escapar de nosotros
o del planeta
es necesario
si nos ofrecieran a un alto precio, pero sólo por una vez
y alegremente perder esta negra conciencia,
por un instante tras el instante
una mañana un día
días
noches de esclavitud
con muchos sueños
de un alto precio y
cada vez más
imposible
de alcanzar.
A los nueve
el dolor
—visible pero ignoto—
se escondía en el traspatio:
dormitaba
en el óseo fulgor de un viejo limonero
cuyas espinas fragantes de canícula
sostenían por los cuellos
—su única blandura—
culpables chapulines
que al sol se deshacían entre las yemas
a veces el dolor
reniega de sus alas
seduce a la gacela
del lenguaje
y su fosforescencia
entibia nuestros
párpados irradia
otros adentros
a veces el dolor
no es una ráfaga
que tras de bastidores
se desliza
al quitarnos el saco
por las noches
ni el pez luciferino
que inventamos
boqueando silencioso
ante la puerta
a veces no es la voz
que atribuimos
a nuestro dios infante
el de la culpa
sincera y malherida
casi un eco
ni el vencido reflejo
el rostro sepia
que de tanto esperar
nuestras palabras
nos llama con hormigas
en los labios
a veces el dolor
es una aguja limpia
un mirlo envenenado
que navega
en las tardes viscosas
de febrero
un pedernal que a veces
casi siempre
resucita en el fuego
de otras manos
Mayo hundió treinta y un garfios en mi espalda
Cómo explicarlo:
el mundo
solía esperarme a la vuelta de la esquina
deseable por lejano inmerecido
futuro aún en su cáscara
justo antes de pudrirse
Soledad es no poder estar en ningún otro lugar;
solo aquí,
habitando despacio desde la lejanía.
En los días que fui libre
vi los colores de la primavera
y ahora me doy cuenta
que los grises
pueden ser
las mejores siluetas
de la felicidad.
En este momento, tiempo y espacio
coinciden:
estoy sentado sobre las cuatro de la madrugada
y hay cuatros
que parecen sillas.
Un ex compañero nos cuenta:
Las sillas eléctricas siempre
me parecieron cómodas
Estoy casi seguro
que nunca podré amarme por completo.
Siempre hay un trozo roto,
un caimán seco.
Y aunque sienta afecto por él y
lo proteja de mí y de este impulso destructor,
no puedo amarlo. Tampoco alejarlo.
Ese es el problema: a veces soy caimán
otras, ventilador.
Ha entrado a mi vida
duerme en mi cama, hace mi trabajo
se acuesta con mi mujer.
Un hombre nuevo entra y sale de mi casa
besa a mis niños, usa mis calcetas
riega mi jardín.
He perdido el paso de esta pista,
ha sonado la última melodía.
¿Lo recuerdas?
Encendí el auto, salí a la carretera.
Alta velocidad y nieve en las montañas.
Nota en la mesa: cariño, fue lo mejor.
Nadie conduce.
El auto alejándose.
La puerta abierta.
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.