Caminos rurales

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Existen cosas estructurables solo por la imaginación e inaccesibles para la pura razón. Si algo me llevo a la muerte son mis paseos por los caminos del llano.

Por 89 años pude escuchar el breve susurro de mi pueblo cantado por el viento, fui observado por una sierra sin memoria ajena a los sucesos humanos. El campo no es mudo, el viento siempre silba y choca violentamente contra los árboles viejos, huecos, cubiertos por una costra verde azulada que trepa sus ramitas decrépitas. En los caminos rurales se esconden las almas tristes, las almas que aún quieren sollozar.

El raudal del viento guarda los secretos del monte y los lleva en aluviones de aire que levantan polvaderas en las callecitas olvidadas. 

Los caminos se hacen al andar, se dice sencillo. Pero el peregrinaje esconde las  huellas de huaraches tristes, el andar de las pesadas aras oxidadas y las pisadas cansadas de las bestias de carga: cicatrices imperceptibles que el polvo cubre como azúcar de encalada.

La memoria de los días pasados funge como una yunta que abre en la tierra surcos donde florecen rumores invisibles. Cuando uno camina en la noche la luna es blanca y alumbra solo los caminos que conducen a la nada, caminos hechos para que deambule libre la nostalgia en una perpetua madrugada de azul ligero. 

En mi último paseo encontré a un viejo que usaba un sombrero de paja tejida, tenía una sonrisa cándida y los ojos empequeñecidos por la alegría líquida del aguardiente. Lo vi como a un viejo amigo, sentí aquel paseo como el calorcito de las brasas de alguna tarde en que fue feliz, en una vida distante.

El sol y el tiempo han hecho en la piel del viejo lo que la sequía a la tierra. ¿Es que somos tierra? Y cuando nos falta la vida, ¿nos volvemos llanos, secos y estériles? Al final todo se parece, todo se olvida. 

El viejo que me acompañó en aquel andar era dulce y paternal, el sol se ocultó en un cenit agobiante. «No te vayas», le supliqué al último destello de la tarde.

El día se extinguió como la última danza de una llama, se tambaleó débil y se apagó el candil en seco.

El viejo ya no es más afable, ni familiar, ahora es inerte, nada le turba, ni la absoluta soledad que emana.

—¿Dónde estoy? —pregunté. 

Y el viejo me dice que he muerto. 

—¿Y el camino al cielo?

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