Rumbos

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Nunca pude hacer la maleta. Lo primero que quise meter fue mi ropa, pero jamás lo logré porque la puerta del clóset no cedió. Parecía atorada con algo desde dentro. Pensé en un zapato, pero en poco tiempo comprobé que no era eso. Hastiada, decidí solucionarlo después.

Tampoco di con los regalos que iba a llevarle a mi suegra. Eran dos pinturas de su rostro. Hay señoras que les gustan los cuadros de magnolias, hortensias o lirios. No obstante, ella prefería que le hiciese retratos. Por supuesto que mi pincel solía afinarle una que otra facción a su cara chata para que no sintiera mi obsequio como un insulto. En mis retratos, sí que parecía muy guapa.

Según yo, todas mis pinturas las había dejado en el estudio, pero al tratar de abrir la puerta la encontré cerrada con seguro. Le grité a Gabriel pero no obtuve respuesta. Pensé que estaría bañándose. 

Hacer las maletas siempre me pareció una tarea bastante tediosa. No obstante, esta ocasión lo sentí como un persistente martirio que caía totalmente sobre mí, pues todavía tenía que empacar lo de Gabriel, y si sus cosas también estaban selladas bajo este aparente embrujo… Hubiera preferido postergar el viaje.

Efectivamente, su closet también era imposible de abrir. Tampoco pude encontrar su maleta, aunque esto último no me sorprendió: él solía ser muy propio con sus cosas, así que no me extrañaría que la tuviera confinada en su oficina por temor a que yo llegara un día con mis manos embadurnadas de pintura y la arruinara. Eso era por mucho lo que más me molestaba de él: su conveniente egoísmo. Jamás llegamos a la intimidad de las parejas que ponen todas su cosas juntas, revueltas. 

En fin, el caso es que ya se nos estaba haciendo tarde. Resignada, me senté en la sala a planear cómo le diría a Gabriel que todos nuestros objetos estaban hechizados, que por favor no me llamase loca, que yo estaba más confundida que nada… Escuché a Gabriel bajando las escaleras.

Mordiéndome las uñas, encumbré mi mentón, preparé la postura para defenderme…

Vi su rostro: cenceño, opaco, cansado. Le pregunté si todo estaba bien. Al no recibir respuesta me levanté y quise detenerlo, porque vaya que avanzaba rápido, pero mi mano, al rozar su hombro, se desvaneció.

Me costó procesarlo. Gabriel se iba de la casa con su enorme maleta de piel a reventar; se iba de mi recuerdo, de mi aroma en las paredes. Pronto yo también tendría que dejar de vagar por nuestro hogar.

Ambos viajaríamos, aunque a diferentes lugares.

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