Ella en una animación de stop motion, fumando con una boquilla que más que elegancia le confiere perversidad. Ella, nuevamente animada, sobre un suelo de baldosas que podría ser el suelo de baldosas del departamento donde mi abuelo conoció el prurito del sexo, y de hecho es ese mismo suelo de baldosas, ahora lo sé. Su pelo tiene basura y resplandor a partes iguales, como sucede con todas las cosas que en un primer momento parecen llamadas a estar siempre al alcance de la mano. Un texto de ella en donde aboga por la educación no formal, de carácter filosófico, y propone un campamento de verano en el que se anime a los niños a: 1) grabar sus experiencias en audio mediante el uso de una “cassette”, 2) emprender recorridos por el campo y jugar con mapas, 3) convertirse en “expertos del cuerpo”. El último punto me parece el menos claro, pero en todos detecto, o quiero detectar, huellas o indicios de la persona con la que viví durante dos años (nada me asegura que efectivamente se trate de la misma). Ella en lo que parece ser un concierto de rock, pero vestida a la usanza folclórica y dando alaridos por el escenario; se cae. Su nombre en listas aleatorias: de estudiantes, de participantes en una asamblea popular, de firmantes de una carta en contra de la reubicación de una librería que alguna vez visitamos juntos y que a mí ha dejado de importarme hace ya tiempo. Su nombre con el orden erróneo en los apellidos. Su nombre en las listas electorales de un distrito de Texas. Su nombre entre las concursantes de un certamen hípico en Pomona. Su nombre con modificaciones o en contextos imposibles conforme pasan y pasan más páginas de resultados. Finalmente, otros nombres.
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Pienso demasiadas cosas y cuando quiero acodarme de alguna ya se me está ocurriendo otra y esa otra se me olvida porque la siguiente cosa me parece aun más interesante que todas las anteriores, aunque inmediatamente pienso que esa cosa anterior es muy aburrida en cuanto pienso la siguiente. Casi nunca encuentro una idea de la cual me enamore, pero cuando esta idea ejerce una especial fascinación, no se va de mi cabeza hasta que la realidad la vuelve demasiado aburrida.
En un abrir y cerrar de ojos
ya no estarás en donde estabas:
un triste viejo está mirándote
con qué terror desde tu cara.
Mirándote ávido y mirándote
mientras la luz te da en su cara:
en un abrir y cerrar de ojos,
ni tú, ni él, ni nada.
Secreto compartido
deja de ser secreto.
Guardado, puede ser temible.
Pero es mejor que temas
—continuamente— tu secreto,
no tu secreto y, además, a aquel
con quien lo compartiste.
Si una noche no puedes dormir
y la mesa está servida,
aún queda vino en la botella,
te acompaña un buen libro,
estás tranquilo,
cierras los ojos pero no puedes irte,
el sueño no te alcanza…
piensa en mí,
tal vez te traje a mi insomnio.
Podría leer una hora más sobre Emily Dickinson, o
quizás uno de sus poemas. Mejor trataré de olvidar uno
para asombrarme de nuevo y hacerle miles de preguntas.
¿En qué aguas pescas las palabras?
¿Mientras esperas a que muerdan el anzuelo, te distraen las medusas
que flotan alrededor? ¿Las muerdes tu primero? Empecé
a escribir este poema para olvidar uno tuyo y el oleaje
nos aproximó. Mira lo cerca que estamos: el barco
averiado en que saliste a pensar se hunde justo aquí y
no sé si nos salvamos.
Y descubriste el secreto
que me negaba a revelar.
Te bastó ir más allá
de mis tibios pasadizos,
trepar a la cima
más alta del deseo
y enseñarme
ese punto milagroso y esquivo
que esperaba por ti.
Como un niño obstinado
que persiste en salir del laberinto
deambulas noche a noche por mis sueños.
Con el alma encogida yo te sigo
sabiendo que más tarde o más temprano
tú encontrarás la puerta y yo el olvido.
La mayor aspiración de mi familia,
de mi generación,
de mis amigos
es tener un buen empleo.
Cualquier empleo.
Una plaza fija.
Vacaciones pagadas, prestaciones, café ilimitado, clips metálicos,
fotocopiadora en un cuarto aparte,
persianas de plástico [tiras de algo blanco que permanece]:
qué belleza el pvc fracturado.
No podemos aspirar a más porque no hay más.
Lo sé, lo sabe mi familia, mis amigos, mi generación entera.
Y heme aquí, convertida en una gran empleada,
subida en el autobús del gran sueño de tantos,
dispuesta a gritar cuando los objetos se acercan al borde de la mesa
Sobrellevar nuestra porción de noche
o nuestra parte de mañana,
llenar nuestro vacío de alegría,
llenarlo de desdén.
Aquí una estrella, allá una estrella.
Algunas pierden el camino.
Aquí una bruma, allá una bruma.
Después, ¡el día!
Una antigua historia china
habla de cómo un hombre hizo caer del cielo la cabeza sangrante
de un dragón recién decapitado
con sólo haber soñado que lo asesinaba.
Si los mexicanos tuviéramos ese poder
ya estarían lloviendo cabezas del cielo,
todas empapadas de sangre y con las corbatas atadas.
No serían cabezas de animales míticos:
serían cabezas de políticos.
Una bellísima leyenda bengalí
explica cómo antes se creía que los ogros y su reino eran inmortales,
hasta que una princesa descubrió
que con sólo salvar a dos abejas
dormidas en el fondo de un lago
inmediatamente se acababa con el reino de los ogros.
Si mi país pudiera encontrar un lago parecido
que escondiera algo cuya liberación
garantizara la destrucción de todas las instituciones
que permiten y encubren el saqueo,
creo que ya todos estaríamos en el fondo del lago.
Y se vería tan bello
cuando todos sacáramos al mismo tiempo la cabeza del agua,
con las manos extendidas
mostrando toda clase de hermosos insectos,
que alguien tendría que grabarlo.
Por otro lado, los antiguos mexicas
pronosticaban esto para los guerreros asesinados
y las mujeres muertas en un parto:
una caminata por el sol,
rodeados de cantos y bailes
entonados por criaturas extraordinarias
y por los compañeros.
Y después su reaparición en la Tierra en forma de colibríes.
Es verdad que todas las mujeres y hombres valientes y buenos
que este gobierno ha desaparecido o asesinado nunca volverán con nosotros.
Sin embargo, no podemos negar que la sangre de nuestros abuelos
corriendo en nuestras venas
es como la luz solar.
Y que nuestras ansias de querer cambiar el mundo
son como miles de colibríes.
Los días se van amontonando, Tadeo, y hay que comprar el gas, pagar las cuentas y seguir yendo al trabajo. Porque desde luego que a una se le desaparezca un hermano no es motivo de incapacidad. A una le dicen en la sala de maestros cuánto lo siento, ojalá que todo se resuelva, me apena mucho tu caso. Una es comidilla de uno, o dos, o tres días, tal vez hasta una semana. Pero luego ese chisme se vuelve viejo. La vida nunca detiene su curso por catástrofes personales. A la vida no le importa si tu daño es colateral o no. La rutina continúa y tú tienes que seguir con ella. Como en el metro, cuando la gente te empuja y la corriente te arrastra hacia adentro o hacia afuera de los vagones. Cosa de segundos. Cosa de inercias. Así voy flotando yo, Tadeo.
Hoy fui al museo a ver la obra de Ulises Carrión
y luego a un festival de poesía a comprar libros,
y no hubo un solo momento en que no te extrañara
y sintiera ganas de llorar.
Excepto, cuando estaba frente a una buena obra de arte,
o un buen poema,
o cuando vi varios rehiletes girando.
Todas estas cosas se parecen mucho.
Todas, si me concentro,
o sólo me calmo un poco,
me conducen a ti.
“No hay vida y arte. Sólo vida.”
Para no lastimar al que se entrega
incluso voluntario, de manera fácil,
favor de no tocar.
No poner el aliento en la mejilla
porque pondría la otra de inmediato,
no poner los labios sobre los labios
porque comienza a hacer castillos de alientos enlazados;
dientes y lenguas en golpes de rabia antigua.
Para no maltratar al corazón
favor de no tocar,
dejarlo hecho nudo si es preciso,
una raíz enredada en el pavimento, alimentada de aire y concreto,
y no tocarlo.
Hay amantes que no saben lo que quieren y comienzan por el final.
Para no minar al otro,
favor de no tocar
no acercarse a la peligrosa distancia del roce,
hay amantes en fatiga como si amar fuera un día difícil en la oficina,
un retraso en el tráfico,
una depresión adolescente.
No quitar la envoltura de la ropa,
no poner la nariz en el cuello,
no acercarse por ninguna razón, aún la necesaria,
a quemarnos de lleno las manos.