Escribo poemas sobre las cosas que me dan miedo
y espero a que un pulpo gigante
salga de la cueva de mi corazón y me ahogue;
como ese día en que mamá no vio
en que papá no escuchó
al agua arrastrando mi nombre
hacia adentro
hacia abajo
como el día en que el mar reclamó mi cuerpo pero no morí.
Pero sabes también que no existe el triunfo que alguna vez deseaste,
por eso en tu mirada puede oírse
el ruido del mar golpeando las costas solitarias y a veces el chillido de un pájaro detrás de la niebla o la llovizna pertinaz.
Ven aquí con tu colección de mariposas, con tus antiguos juguetes que ya no existen
y que parecen burlarse de ti desde ciertos rincones,
ven aquí con tus segmentos de niña asombrada.
Ven a mirar mis osos polares.
Ven, ahora que sabes que también en los labios aparece
—sin que nos demos cuenta—
el beso monstruoso y bello
de aquello que todavía llamamos el alma.
Al hombre que cabalga durante mucho tiempo por tierras selváticas le dan ganas de ver una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol con incrustaciones de caracoles marinos; donde fabrican violines y catalejos artísticos; donde el forastero indeciso entre dos mujeres encuentra siempre a una tercera; donde las peleas de gallos degeneran en sangrientas riñas entre apostadores. Él pensaba en todas estas cosas cuando deseó ver una ciudad. Isidora es la ciudad de los sueños, con una salvedad: la ciudad soñada lo albergaba siendo aún joven, pero llega a Isidora ya viejo. En la plaza está la tapia de los ancianos que ven pasar a la juventud; él está sentado junto a ellos. Los deseos son ya recuerdos.
En los libros de geografía enseñan a cuántos metros está el punto más bajo del océano. El punto más bajo del miedo está dentro de ese abismo, junto con todas las heridas que se han borrado de nuestra memoria, pero que permanecen abiertas en nuestra sangre. Heridas que regresan como el sargazo que partió de nuestra playa, años atrás.
Hay un extremo sobre el cual diré la verdad, y es que voy a contar mentiras.
Luciano de Samosata
Robé una y otra vez y jamás me descubrieron:
pasitas, chocolates y tampones, baterías AA,
desodorantes; un anillo de plata
—se le desprendió el granate
y nunca más volví a lucirlo—,
un par de pantalones de mezclilla
—regresé al lugar del crimen
porque olvidé mis lentes—,
un libro de Rosario Castellanos
—regresé a pagarlo, fingiendo
haberlo llevado por descuido—,
una antología de Lȇdo Ivo mal traducida,
cuya lectura abandoné a la mitad.
Comía hamburguesas
sin pedir la cuenta nunca,
aconsejaba sobre asuntos
de los que no tenía la más remota idea.
Daba nombres y apellidos falsos
en la lavandería, las encuestas callejeras,
los boletos de autobús entre ciudades,
inventaba historias para los taxistas
sobre pueblos que nunca había visitado
y les convencía de cambiar
a otras marcas de aceite inventadas por mí;
tenía novios similares en ciudades diferentes,
cuya semejanza me hacía fantasear
con que eran el mismo.
Pero cada noche, sin falta, al llegar a casa,
me desmaquillaba a conciencia,
lavaba los trastes mientras repasaba mi día
con la atención necesaria para no olvidar
ningún detalle de lo que sí ocurrió
ni falsear la historia en sus mínimos engaños
para poder contársela el fin de semana
a mi abuelo de noventa años
que me esperaba porque alguien más le daba aviso,
y ya no podía reconocerme.
Pedro:
Mañana en cada ojo crecerá un plantío de esta misma hierba, pero te estaré besando. Que atraviese tus ojos un rebaño de bestias taciturnas, que atraviese los ojos de ambos, que el deseo sur que las manos con las que nos tocamos y ponga en ellas nuestros cuerpos para saber curarlos. En este siglo de leyes y de tiempo, bajo esta hierba que crece al viento y nos empuja, este rosal de días, de años, donde estaba antes de reconocerte al fin se ha secado. Creo que he vencido. Creo que el abuso, la tempestad, mi antigua imagen dejan de ser incomprensibles. Entiendo todo, lo veo todo. Cierro los ojos en ti y miro las quemaduras de esta piel abundante. Miro las heridas de tu piel abundante. Nuestros huesos siempre serán de niños, pero mi piel contigo es la larga superficie de la sangre, abundante, abundante piel que se extiende para tu tacto. En tu cuerpo, los huesos de una pequeña. Yo corriendo en días sencillos se despiertan.
Me haré caer en ti, me haré invisible.
A mi gata no le gusta la grabación de los tamales
oaxaqueños,
no la culpo
en otro idioma podría ser la voz de alguien
anunciando la llegada de gatos que ya no
ronronean.
A mi gata no le termina de gustar su nuevo
hogar,
no la culpo
bien dicen que nada es lo que parece.
En las noches mi abuela
ve una telenovela turca,
mi abuelo también.
La ven en dos televisiones distintas,
ella en la cocina roja
frente a la mesa de madera
que era de su suegra,
él en el cuarto de tele
y aunque están viendo la misma telenovela
no están viendo lo mismo.
Mi abuela le corta una manzana
tómate tu ensure, le dice.
Se sienta hasta que termine de comer
y juntos terminan de ver la telenovela
o lo que sea que cada uno esté viendo.
Hay un pro-fundo silencio
de comino, lentejas y arroz
en el olvido.
Sor Juana,
tú
que sabes de amar y aborrecer,
dime
¿qué pasa después del atardecer?
¿qué pasa, si la gallina no se quiere cocer?
O si como la yema y la clara de un mismo huevo,
él y yo
servimos cada uno por sí,
y juntos
no.