Te has quebrado
fija
como el sueño
en las manos.
Y las manos
no son.
Solo el árbol
lleno
en nuestras bocas
Te has quebrado
fija
como el sueño
en las manos.
Y las manos
no son.
Solo el árbol
lleno
en nuestras bocas
1.Para empezar levanta el poema cuidadosamente de su papel.
2. Sopesa el poema en la palma de tu mano.
3. No temas al poema.
4. Toca con tus dedos los bordes del poema:
a. ¿Es áspero o suave?
b. ¿Es pesado o ligero?
5. Arroja el poema al aire. ¿Flota?
6. Pon el poema en tu boca. O bien:
a. Pon una pequeña cantidad sobre tu lengua como si fuera una pasta de dientes.
b. Introduce el poema entero en tu boca como una rebanada de pastel.
7. Retira la primera y la última palabra del poema. Agítalo fuertemente. Cada palabra debe salirse de su verso.
8. Coloca las palabras en tu boca y saboréalas. Chúpalas. Mastícalas. Haz gárgaras. Oculta las palabras en tus mejillas. Escúpeselas a la gente.
9. Cuando hayas terminado regrésalas a su lugar.
10. Susúrrale al poema.
11. Grítale al poema.
12. Recita el poema en plena luz del día / bajo la luz de la luna / con la luz encendida / con las luces apagadas / en el cuarto de baño / en el jardín / debajo de un árbol.
13. Recita el poema en los días soleados / los días de lluvia / en días tranquilos / en días ventosos / con el estómago vacío / con la boca llena.
14. Pon el poema en bloques y acuéstate debajo. Ponlo a la hora. Envuelve cada palabra en aceite. Lima los números del motor. Repinta el poema.
15. Desayuna sobre el poema. Mánchalo de café.
16. Párate sobre el poema.
17. Riega el poema.
18. Mezcla el poema con la ropa sucia.
19. Lleva el poema en el bolsillo durante una semana.
20. Ahora ya el poema te pertenece.
Puedo escucharte
haciendo pequeños agujeros
en el silencio
Lluvia
Si fuera sordo
los poros de mi piel
se abrirían para ti
y se cerrarían
y te conocería
por tu lamedura
si fuera ciego
ese especial olor tuyo
cuando el sol
endurece la tierra
el firme tamborileo
que produces
cuando el viento amaina
pero si no pudiera
escucharte olerte
o sentirte o verte
aun así seguirías
definiéndome
dispersándome
empapándome
Lluvia
Mi hija mayor se llama Cielo
que se hace de noche.
Su nombre hasta ayer era Nebulosa.
Con la punta de los dedos tocaba
la nariz de un mamífero
que se acercaba a otear su sangre
por detrás de una malla de metal.
Me habla de conocer nuevas especies de árboles,
de una casa que todavía no existe
y de ventanas por cuyas cesuras
se aprecia el mundo fragmentado,
el nuevo día que se escribe.
Algo continuamente está iniciando.
Adopta como suyos a los gatos
que llegan a vivir en los jardines públicos.
Tendrá un hijo, me dice, y le llamará Méjico;
Polo sur para su pequeña hermana.
Cuidará de sus plantas futuras desde ahora.
Si el tiempo se aproxima y arruina lo acordado:
la casa, los amores, el jardín
hoy todavía en el aire,
habrá que levantar una vez más
la torre, la decisión y el destino.
Y no precisamente en ese orden.
Si algo resiste, está viviendo entonces.
Recuerda que la vida no tiene dueño.
Si el cielo supiera
la mitad de lo que
hacemos aquí
abajo
quedaría devastado,
maltrecho,
y nada tendríamos
sino la lluvia.
No sé
lo que el viento
sabe de mí
pero moriría
por saber
eso que el viento
sabe
que yo no
sé.
Hoy fui a la escuela, bordeando el río,
bajo el día soleado, el deshielo
revitalizaba el agua de los estanques,
la música de las ondas
emergía directamente
de las obras de Granados.
Entonces
¿Qué es lo que aprendí hoy en la escuela?
Que si te importa la libertad
nada a ello es más parecido
que la música del agua
cayendo de las montañas.
Muda la existencia del hombre
porque las palabras aún no corrían
por las raíces del árbol.
El hombre vagaba por el bosque
y recolectaba frutos,
y entonces fue verbo su alimento.
Él lo supo siempre;
por eso este lápiz con el que dibujo
los signos que me heredó el árbol.
Por la noche
cuando todos duermen,
crecen las plantas a otra velocidad.
La flor se abre,
su pistilo tiembla en la dicha de su savia
y no podemos atestiguarlo.
No corre igual el tiempo en esas horas.
En la corteza del árbol
gira el hoyo del carpintero
y en él pone sus huevos el misterio.
El viento columpia en las ramas
su danza temblorosa
y caen las semillas a la tierra.
A veces, cuando todos duermen,
me deslizo entre las sombras
a anhelar los secretos de las plantas,
a saciarme en sus olores,
a tomar con mi lengua
sus aguas verticales.
Reluciente, con la mirada
puesta en los altos ideales
de una primera juventud,
en el anuario, al fondo, atrás
de la Enciclopedia Británica
y los cuadernos con poemas
de amor oscuro que enmohecen
junto a medallas y trofeos,
al final de la estantería
tocando el cielo raso, allá
entre las páginas dobladas
por las esquinas de tu nombre,
encima de los soldaditos
de plomo, sobre un álbum donde
tímidas manos recortaron
los perfiles de tu nobleza,
debajo del polvo, debajo
del agua inmóvil de los atlas
donde jamás habrás de hallarme.
Nadie nos dijo que sería
fácil andar sobre esta tierra,
que los senderos a la muerte
son un atajo hacia su cúspide,
o que el dolor del alma hiere
las soledades que nos restan.
No hubo advertencia en los antiguos
nombres de la melancolía.
No eran presagio: “bilis negra”,
“tristeza sin raíces”, “duelo
frente a una pérdida intangible”.
Pesa la tarde en el sentido
de su cancelación. El nuestro
nos lo ha enseñado un sol más duro
y hemos tenido que aprender
a caminar con él a cuestas