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¿Crees en el destino? Yo he dejado de saber si debo hacerlo. La chica de rizos largos no se veía como una gitana, aunque hablaba como una. Me dijo que…
Señorita Master Card,
por este medio deseo comunicarle
que la quiero,
que la quise desde la primera vez
—De aquella tarde de diciembre,
aún conservo la comanda:
consomé de pollo,
arroz,
enchiladas potosinas—.
Pero ya no puedo soportar su indiferencia,
su crueldad de cliente distinguido,
su habilidad para chiscar los dedos.
Por tal motivo desde hoy, si viene, si decide venir,
la atenderá otro. Yo me voy.
Estoy harto de esperarla,
de temblar en su presencia,
de imaginarla mía.
Sepa usted que renunciaré esta tarde
(ya no veré sus manos de comensal en armonía,
ni sus labios dulces,
ni su bello andar de duquesa despiadada),
renuncio por amor, por dignidad, por miedo.
Mi mundo se hunde porque sus ojos me han mirado.
El hecho de que yo la haya atendido
ha sido el origen de la catástrofe.
Así que adiós, dueña mía,
y permítame recomendarle la ensalada.
En un rincón oculto,
lejos de los visitantes,
tiene su casa Dóberman.
Despierta muy temprano,
siempre alerta,
listo para la primera ronda.
Le gustan los paseos,
el inusitado brillo
del agua que no entiende;
lamenta la bota en las costillas;
agradece las croquetas.
A veces quisiera jugar con los pequeños,
correr tras la pelota, brincar,
pero su trabajo es la fiereza,
inspirar temor,
vigilar la plaza.
Por las noches,
libre de la bota y del silbato,
Dóberman se ve a sí mismo
correr alegre calle arriba.
Rottweiler, que lo conoció,
lo sueña triturando una cadena.
Se lavó los dientes.
Metódicamente se lavó los dientes
frente al espejo.
Y vio arrugas.
Profundas grietas
abriéndose paso
desde la superficie;
surcos de temor,
pliegues de tristeza,
terreno fértil
donde se deslizan las serpientes,
los fracasos y los días.
Se alistaba para salir a trabajar
(7:15 a.m.),
pero se quedó ahí, mirándo
se.
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